Hace unos días hablábamos de entrevistas extrañas, y yo recordaba una que
sufrí hace algún tiempo.
Pocos candidatos para un empleo (la criba había sido grande en la
preselección), y en el otro lado, un tribunal con varios miembros
(distintos departamentos, intereses, agentes sociales…) intentando “colar” su candidato. En esta
tensión que transmitían los componentes del tribunal, yo, que no era de nadie,
vi que había una oportunidad, y que yo podía ser el consenso,… ni para ti ni
para mi.
Lo terrorífico de esta entrevista estuvo en
el escenario. A mi turno entré en una sala grande, con decoración recargada,
cortinones rojos que tamizaban una luz de otra época, una mesa alargada de buen
roble castellano, y en el centro unos candelabros, sí unos candelabros, con sus
brazos y sus velas. La disposición de las sillas no podía ser mejor, en un
extremo de la mesa, apelotonados, y parloteando continuamente, en un susurro
continuo y discordante, con caras duras entre ellos, que querían ser amables
conmigo, en contraposición al conato de discusión que se palpaba en el
ambiente.
Y al otro lado del ring, en el otro extremo de la mesa,
yo. Simplemente yo. En una silla castellana tipo trono, bajita, muy por debajo
de la mesa. Al indicarme en tribunal que me sentara, vi con terror aquella
silla, ya que no soy muy alta, y al sentarme comprobé que la mesa quedaba a la
altura de mi cuello. De manera casi intuitiva apoyé mis muslos en el borde, y
estiré mi cuerpo. Las manos apoyadas sobre la mesa eran realmente mi soporte. En
tensión y aparentando naturalidad, pasando la mirada de uno a otro miembro del
tribunal, esquivando la mirada a los candelabros, como si estos fueran
transparentes, contesté con profesionalidad y mucha dignidad, todas las
preguntas que quisieron hacerme.
Finalmente el puesto fue para otro candidato y yo me quedé con la
experiencia… y las agujetas.
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